viernes, 26 de diciembre de 2008

El Baile de las Brujas


Que los secretos que juntos contemplamos esta noche permanezcan en la tumba de nuestros corazones.
Os extiendo mi mano mientras sentimos el frío aire nocturno deslizarse bajo nosotros. Un febril estado de ansiedad se apodera de nuestros miembros. Volamos alto, y a través del manto efímero de los años y el olvido, arribamos a una tierra extraña.
La noche ilumina un claro del bosque. Mantengamos firme nuestro ánimo. El vértigo cesa; hemos llegado...
Ya podéis abrir los ojos, pero mantened silencio. No pronunciemos palabras insensatas; no evoquemos a aquellos que ya se van acercando. Ocultémonos detrás de aquel roble; contengamos el aliento, y observemos.
La hierba reposa satisfecha después de haber recibido las caricias de la tormenta. La luna no resplandece en el cielo, y sin embargo el bosque no permanece en penumbras. Avancemos silenciosamente hacia la encrucijada. Justo allí, dónde se cruzan aquellos senderos. Una trémula y fúnebre flauta se deja oír; una infinidad de antorchas se acercan. Parecen una procesión de espectros que vagan por el bosque, pero no lo son.
El Comienzo.
Los vemos surgir entre los árboles. Con las cabezas cubiertas por oscuros mantos. La numerosa asamblea se congrega alrededor de un círculo de tierra que está vacío. No se saludan, sólo observan, y esperan.
De pronto, todos los concurrentes se postran y murmuran:
Ahí, ahí! Es Él!
Un príncipe con cabeza de macho cabrío llega caminando con aire noble; sube a su trono, se inclina, y revela ante la asamblea un rostro humano. Todos se le acercan, sosteniendo en las manos unos humeantes y fétidos cirios negros. Se arrodillan ante él y luego lo besan. El Príncipe lanza una carcajada estridente, y distribuye entre sus fieles oro, instrucciones y medicinas ocultas, filtros y letanías secretas. Durante esta ceremonia la hierba se incendia. Aquí y allí arden pequeñas hogueras que consumen osamentas humanas. En hondos calderos se derrite la grasa de los suplicios. Brujas coronadas con extrañas y salvajes hojas profanan cadáveres putrefactos para preparar el siniestro ágape. Se ponen las mesas. Hombres enmascarados se colocan junto a las mujeres desnudas. Entonces comienza el Sabat.
La Pesadilla.
El vino corre como un río, dejando máculas semejantes a la sangre. Se desatan las canciones y las caricias obscenas. Toda la concurrencia está ebria de lujuria. Descalzos pies danzan sobre el barro. El narcótico vaho de los calderos invade los pulmones y altera la mente. ¿Lo sientes? Primero los músculos se relajan, nuestro sentido de la vergüenza nos abandona. Oímos las palabras, pero no captamos el sentido. El viento agita las ramas, y todo el bosque vibra a nuestro alrededor.
Nos acercamos.
Todo aquello que nos limita se desvanece como un sueño. Lo que pensamos y anhelamos; todo lo que tememos y deseamos, ahora existe cómo realidad tangible: El sirviente es un gran Señor, despótico y cruel. El monje seduce sin culpas. La anciana vuelve a ser deseable.
El tartamudo canta poemas con elocuencia. El ladrón es respetable. La monja reza desnuda un rosario sin cuentas. La Experiencia abandona a la Vejez, mientras ésta se ríe de la Muerte. Un obispo absuelve con la mano izquierda. El Diablo es Dios.
El paroxismo es enervante. El vapor todo lo envuelve, todo lo distorsiona. ¿O acaso somos nosotros? ¿Es éste vaho cadavérico el que nos hace ver al demonio danzar con los vampiros, o es nuestro deseo de verlo bailar el que anima sus movimientos? ¿Es el bosque real, o aún permanecemos en nuestros miserables hogares? ¿Son reales estos besos, estas caricias? ¿Son mis labios sobre los tuyos? ¿Acaso alabamos la grandeza de Dios cuándo nos postramos ante Satanás?
Antes de desvanecernos entre los estertores del furor pecaminoso, llegan alegremente todos los monstruos de la leyenda, todos los fantasmas de las pesadillas. Luego, poco a poco, los vapores se disuelven. Las orgías se deshacen y se dispersan. Enmudecen los gemidos, los clamores se silencian. Los que aún se mantienen en pie se internan en la espesura, tambaleantes. Se apagan las antorchas; el humo se pierde entre las sombras....
Despedida.
Sigamos en silencio. Aferrad mi mano, y remontemos los pálidos cielos antes de que llegue el día. Que los secretos que juntos contemplamos esta noche permanezcan en la tumba de nuestros corazones. Jamás hablaremos de lo que vimos y oímos: tú no me dirás que mis ojos resplandecían con una luz sombría, que mis labios pronunciaron las más terribles oraciones; y yo callaré la visión de tu pálido cuerpo desnudo, danzando libre de pudor; trataré de olvidar tu mirada lasciva. Sepultaré en mi alma tus aullidos de placer, tu espalda arqueada, tus senos acariciados por mil manos...
...lo que no podré olvidar, es la tersura de tu cuello bajo mis labios, y el sabor de tu sangre.
Agradecimientos a Ciudad Oscura.




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